Hay momentos que las palabras se agotan, en que las letras por más que lo intentemos no salen de nuestras bocas y el cuerpo grita desesperado su dolor enrojeciéndose, amoratándose; el rostro se contrae, los gestos se vuelven violentos por momentos y se suavizan con el placer que también se desemboca, recorre el cuerpo, estremece las extremidades y un hilito de voz logra escapar desde la garganta.
A veces, una mirada lo dice todo, se postra sobre la piel desnuda y azota con movimientos oculares; cae como flagelo en el alma y se vuelve lo más maravilloso sobre la tierra. Porque nada, se compara con una mirada fija, con la sensación deuna contemplación prolongada que incluso humedece el sexo y lubrica la imaginación.
El sentido del oído se expande, se vuelve preso de los inundantes sonidos que envuelven el momento, se crean ecos, sonidos secos, cortantes, relampagueantes y contundentes; pero si algo excita los oídos son las frases, esas palabras hiladas k perturban y se estrellan copiosamente sobre quien las recibe; castigan y acarician, besan y escúpen.
La boca es, en un principio, cubierta por una mordaza y después de los latigazos, aún con las manos, tobillos y rodillas atadas, con los ojos y el sexo humedecidos; ÉL desliza suavemente la mordaza que apresaba los labios de su sumisa y le pregunta si hay algo que pretenda decir.
Ella responde en un susurro: “Gracias mi Señor”, con voz temblorosa.
Por Ámbar Arietis Von Korsar.